En este colegio no hay dulces ni gaseosas
Las ocho tiendas que tiene el colegio San Jorge de Inglaterra, en Bogotá, abren a distintas horas. Los quioscos se mantienen desocupados durante el día y solo se abastecen de productos unos 10 minutos antes de que los estudiantes salgan al receso. Para evitar que los de primaria tengan que competir con los de bachillerato, cada grado tiene su quiosco y horario respectivos para comprar.
Los productos disponibles, en su gran mayoría, se hacen en el mismo colegio. Desde los jugos o tés, a los que no se le agrega ni una pizca de azúcar o colorantes, solo es el exprimido de la fruta, hasta los pasteles gloria, las empanadas, los brownies y los helados.
Hace 32 años Mónica Cortés Ruiz, nutricionista del San Jorge, tomó una decisión que, para el momento, pudo ser polémica. Empezó una transformación para que todo lo que comieran los niños en el colegio no tuviera exceso de grasa, azúcar o sodio, y así se dio cuenta de que la única forma de garantizarlo era hacerlo dentro de las puertas del mismo colegio, pues en el mercado la mayoría de los productos excedían las recomendaciones.
“Un día los niños regresaron de vacaciones y ya no había paquetes, gaseosas ni dulces. Nos quedamos con los “jugos” en cajita por un tiempo, pero cuando logramos producirlos acá también salieron”, comenta. Como el colegio ya no tenía proveedores, con ellos también se fueron las publicidades de paquetes y bebidas azucaradas de todos los rincones.
Un proyecto que ha ido creciendo tanto, que en las huertas orgánicas que tiene la institución producen hasta el 70 % de 18 vegetales que se usan en los almuerzos, como la lechuga, el cilantro, la acelga, el pimentón y el zuquini. Si sobra algo, se vende los sábados en una feria dirigida a los padres.
“Con el tiempo hemos visto que, si se interviene a los niños desde temprano, en la primera infancia, no le ponen ningún problema a una dieta sana. Pero con los empleados es más difícil ajustar el paladar, por eso es tan importante que aprendan a comer bien desde el colegio”, comenta.
Como lo reseña El Espectador, llegar a este punto, claro, implica varios costos y no todos los colegios pueden lograrlo. Pero Cortés cree que es una inversión que se recupera rápido. Por ejemplo, el equipo para hacer los jugos y paletas costó $10 millones, la inversión de las máquinas de la cocina puede alcanzar los $280 millones, mientras que los de la panadería tuvieron un valor cercano a los $100 millones. “Pero son sumas que se devuelven rápido, porque los niños y padres compran algo todos los días”, asegura.
Esto sin contar con que los niños, además, podrían llegar a tener un mejor rendimiento académico. “Nosotros no satanizamos productos, pero lo que sí es claro que productos cargados de colorantes, preservantes y altas dosis de azúcares no son buenos para el organismo. De hecho, en un entorno de aprendizaje se considera que pueden alterar la concentración de las personas, y en el mediano y largo plazo, todos sabemos las consecuencias que una mala alimentación puede tener en nuestra salud, por eso hay que continuar trabajando en crear y fortalecer entornos saludables”.